Mi tío Héctor(+), hermano menor de mi mamá, era un fanático de la pesca submarina, a buceo libre, con snorkel y arpón de liga. Así que lo acompañábamos mi papá, mi hermano, yo y mis primos, a un lugar de la costa de Hermosillo, en el Golfo de California, al que habíamos bautizado cariñosamente como “El Cabezón”, debido a una formación rocosa que había a un lado de la pequeña bahía.
Mi hermano y yo disfrutábamos mucho esos paseos, que duraban tres días con sus noches, acampando a la orilla del mar, alumbrándonos con viejas lámparas de queroseno, durmiendo en catres de tijera de lona, comiendo lo que se sacaba del mar por mi tío y que mi papá cocinaba deliciosamente para todos.
Al lugar se llegaba por interminables senderos de terracería, transitables solo por vehículos robustos tipo pick-up y llevando las vituallas necesarias como agua potable, combustible, verduras, frutas, condimentos, artilugios de pesca y cocina, etc. El viaje lo iniciábamos de madrugada y nos tomaba unas tres horas. Llegábamos a “El Cabezón” a eso de media mañana, para instalarnos lo más pronto posible, y ya para la media tarde todo estaba en su lugar.
Tenía mi careta de buzo y un pequeño snorkel, que mi tío me enseñó a usar y nadaba muy cerca de la orilla. De ahí aprendí a respetar al mar y esperar de él cualquier sorpresa o peligro. En algunas ocasiones me encontraba a alguna anguila entre las rocas, o un pulpo, o un pez horrible con ojos saltones. Me alejaba de ahí en el acto y continuaba mi exploración en lugares más seguros.
Mi tío, en cambio, se aventuraba entre las rocas submarinas, buscando alguna presa interesante para cazarla y llevarla a la superficie. Yo lo observaba flotando con mi careta desde la superficie, y veía como él su sumergía varios metros abajo, aleteando los pies con sus aletas de hule. Veía como en algunos segundos rodeaba alguna formación rocosa, atisbando aquí o allá, y cuando la presa convenía y había aire suficiente en sus pulmones, disparaba el arpón.
Varias veces lo veía venir a la superficie con algún pez novedoso para mí. Desde el inevitable Cochito, hasta un Huachinango del Golfo, o un Lenguado. Otras tantas veces, regresaba a la superficie sin presa para reponer la respiración y repetir las operaciones de caza.
Años después se hizo de un tanque de oxígeno para buceo, pero nunca pudo acostumbrarse a la nueva técnica. Me imagino que prefería la libertad de movimientos del buceo libre y que además representa más peligros como la narcosis de nitrógeno y otros temas de salud.
Alejados de cualquier influencia urbana o de civilización, el paraje aquél representaba algún tipo de riesgo de seguridad, ya que también siempre llevábamos un rifle con su dotación de munición. Con algún pretexto sobre cacería de conejo o liebre, iba mi tío o mi papá con el arma a recorrer los alrededores. En realidad, nunca tuvimos problemas y ya al final del paseo nos permitíamos el lujo de hacer una práctica del tiro al blanco.
Al final del tercer día, ya cansados de tanta naturaleza y exiguos de alimentos que no fueran peces, levantábamos el campamento y de regreso recolectábamos pitahayas de los sahuaros. Usábamos una larga vara de bambú con una punta metálica y una cuchilla, para así ensartar el fruto y cortar en su base. El sabor no era muy de mi agrado, pero igual me los comía. No muchos, porque la conseja era que provocaba estreñimiento por varios días.
Regresábamos a Mexicali por tren, cuando aún había el servicio de pasajeros, y la plática era en relación a las nuevas experiencias del viaje y de las chocanterías de los primos (que nunca faltan).
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He estado rememorando las veces que escuché los discos de mi padre en la recordada consola ZENITH. Estoy casi seguro que la compró a inicios de los 60s, cuando aún vivíamos en la colonia Industrial. Y podría asegurar que la compró en la Imperial Store, en Calexico, la pequeña ciudad vecina a Mexicali, al otro lado. Y tratando de buscar alguna referencia a dicha consola, logré encontrar esta publicidad en la revista National Geographic Magazine de diciembre de 1961.
Al lugar se llegaba por interminables senderos de terracería, transitables solo por vehículos robustos tipo pick-up y llevando las vituallas necesarias como agua potable, combustible, verduras, frutas, condimentos, artilugios de pesca y cocina, etc. El viaje lo iniciábamos de madrugada y nos tomaba unas tres horas. Llegábamos a “El Cabezón” a eso de media mañana, para instalarnos lo más pronto posible, y ya para la media tarde todo estaba en su lugar.
Tenía mi careta de buzo y un pequeño snorkel, que mi tío me enseñó a usar y nadaba muy cerca de la orilla. De ahí aprendí a respetar al mar y esperar de él cualquier sorpresa o peligro. En algunas ocasiones me encontraba a alguna anguila entre las rocas, o un pulpo, o un pez horrible con ojos saltones. Me alejaba de ahí en el acto y continuaba mi exploración en lugares más seguros.
Mi tío, en cambio, se aventuraba entre las rocas submarinas, buscando alguna presa interesante para cazarla y llevarla a la superficie. Yo lo observaba flotando con mi careta desde la superficie, y veía como él su sumergía varios metros abajo, aleteando los pies con sus aletas de hule. Veía como en algunos segundos rodeaba alguna formación rocosa, atisbando aquí o allá, y cuando la presa convenía y había aire suficiente en sus pulmones, disparaba el arpón.
Varias veces lo veía venir a la superficie con algún pez novedoso para mí. Desde el inevitable Cochito, hasta un Huachinango del Golfo, o un Lenguado. Otras tantas veces, regresaba a la superficie sin presa para reponer la respiración y repetir las operaciones de caza.
Años después se hizo de un tanque de oxígeno para buceo, pero nunca pudo acostumbrarse a la nueva técnica. Me imagino que prefería la libertad de movimientos del buceo libre y que además representa más peligros como la narcosis de nitrógeno y otros temas de salud.
Alejados de cualquier influencia urbana o de civilización, el paraje aquél representaba algún tipo de riesgo de seguridad, ya que también siempre llevábamos un rifle con su dotación de munición. Con algún pretexto sobre cacería de conejo o liebre, iba mi tío o mi papá con el arma a recorrer los alrededores. En realidad, nunca tuvimos problemas y ya al final del paseo nos permitíamos el lujo de hacer una práctica del tiro al blanco.
Al final del tercer día, ya cansados de tanta naturaleza y exiguos de alimentos que no fueran peces, levantábamos el campamento y de regreso recolectábamos pitahayas de los sahuaros. Usábamos una larga vara de bambú con una punta metálica y una cuchilla, para así ensartar el fruto y cortar en su base. El sabor no era muy de mi agrado, pero igual me los comía. No muchos, porque la conseja era que provocaba estreñimiento por varios días.
Regresábamos a Mexicali por tren, cuando aún había el servicio de pasajeros, y la plática era en relación a las nuevas experiencias del viaje y de las chocanterías de los primos (que nunca faltan).
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He estado rememorando las veces que escuché los discos de mi padre en la recordada consola ZENITH. Estoy casi seguro que la compró a inicios de los 60s, cuando aún vivíamos en la colonia Industrial. Y podría asegurar que la compró en la Imperial Store, en Calexico, la pequeña ciudad vecina a Mexicali, al otro lado. Y tratando de buscar alguna referencia a dicha consola, logré encontrar esta publicidad en la revista National Geographic Magazine de diciembre de 1961.
Aunque no es exactamente el mismo modelo, es similar en cuanto a tamaño, distribución de sus componentes y accesorios. En esa consola se escuchaban los discos de mi padre, además de los discos de cuentos que les compartí anteriormente en el thread.
Debido a esa consola, fui aprendiendo a reconocer los autores, directores y orquestas de la música preferida por mi papá. Muchas de las sinfonías o piezas orquestales que hoy las escucho una y otra vez, las percibí por primera vez en ese aparato estereofónico.
Una de esas piezas inolvidables es la Obertura 1812, de Tchaikovsky. Mi padre debió recibirlo del Columbia Record Club en 1963 o 1964, y desde entonces es una de mis piezas favoritas.
Pienso que hoy en día, teniendo México tantos problemas y enemigos que lo acechan, es importante tener un momento de reflexión acerca de esta composición.
Al igual que hoy en México, la Rusia Zarista de aquél entonces tenía ante sí a un enemigo formidable. Napoleón y sus guerras sometían a países enteros ante la fuerza y la estrategia militar del Gran Corso. El imperio francés poseía la fuerza militar más grande que Europa haya visto hasta entonces. Y las ambiciones del dictador no tenían límite.
El límite lo estableció la campaña rusa, cuyo enfrentamiento más feroz fue la Batalla de Borodino, por mucho uno de los más sangrientos de la historia militar mundial. Muchos sacrificios rusos, en hombres y recursos, fueron necesarios para intentar detener a Napoleón de entrar a Moscú. Pero cuando el ejército francés entró a la ciudad ya se encontraba exhausto y hubo de emprender la retirada.
La derrota final fue en Leipzig, del 16 19 de octubre de 1813. Desterrado, Napoleón regresó para ejercer cierto poder durante los Cien Días, pero fue finalmente derrotado en Waterloo.
¿A qué viene tanta historia? A que pienso que aún nos hace falta mucho camino que recorrer en esta llamada guerra contra el narcotráfico. Que este pedazo de la historia nacional la leerán nuestros nietos en sus libros de texto. Que para entonces, México habrá vencido al enemigo totalmente y que el país será próspero y maduro.
Hoy lo que hace falta es tener altura de miras, y ver por sobre el horizonte la victoria inevitable final de los ciudadanos. Y qué mejor motivación que compartir con ustedes esta obra musical, llena de gloriosas visiones de triunfo.
Debido a esa consola, fui aprendiendo a reconocer los autores, directores y orquestas de la música preferida por mi papá. Muchas de las sinfonías o piezas orquestales que hoy las escucho una y otra vez, las percibí por primera vez en ese aparato estereofónico.
Una de esas piezas inolvidables es la Obertura 1812, de Tchaikovsky. Mi padre debió recibirlo del Columbia Record Club en 1963 o 1964, y desde entonces es una de mis piezas favoritas.
Pienso que hoy en día, teniendo México tantos problemas y enemigos que lo acechan, es importante tener un momento de reflexión acerca de esta composición.
Al igual que hoy en México, la Rusia Zarista de aquél entonces tenía ante sí a un enemigo formidable. Napoleón y sus guerras sometían a países enteros ante la fuerza y la estrategia militar del Gran Corso. El imperio francés poseía la fuerza militar más grande que Europa haya visto hasta entonces. Y las ambiciones del dictador no tenían límite.
El límite lo estableció la campaña rusa, cuyo enfrentamiento más feroz fue la Batalla de Borodino, por mucho uno de los más sangrientos de la historia militar mundial. Muchos sacrificios rusos, en hombres y recursos, fueron necesarios para intentar detener a Napoleón de entrar a Moscú. Pero cuando el ejército francés entró a la ciudad ya se encontraba exhausto y hubo de emprender la retirada.
La derrota final fue en Leipzig, del 16 19 de octubre de 1813. Desterrado, Napoleón regresó para ejercer cierto poder durante los Cien Días, pero fue finalmente derrotado en Waterloo.
¿A qué viene tanta historia? A que pienso que aún nos hace falta mucho camino que recorrer en esta llamada guerra contra el narcotráfico. Que este pedazo de la historia nacional la leerán nuestros nietos en sus libros de texto. Que para entonces, México habrá vencido al enemigo totalmente y que el país será próspero y maduro.
Hoy lo que hace falta es tener altura de miras, y ver por sobre el horizonte la victoria inevitable final de los ciudadanos. Y qué mejor motivación que compartir con ustedes esta obra musical, llena de gloriosas visiones de triunfo.
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