En numerosas ocasiones he entrado en discrepancias, unas serias y otras no tanto, en cuanto a que imagen tenemos acerca de Dios, y de su papel dentro de la enseñanza, la catequesis, de la Iglesia Católica. En muchas de esas ocasiones he sentido que no he logrado proponer correctamente la imagen que tengo del Padre, todo amor para con nosotros, sobre todo debido al argumento de siempre que “la Biblia está llena de matanzas, castigos, amenazas, diluvios, guerras santas”, etc.
No niego que me he sentido personalmente defraudado, ya que estoy convencido de todo lo contrario. Mucho de mi actual conocimiento del Dios amoroso lo aprendí al estudiar la Biblia apoyado por las sabias enseñanzas de personas capaces y pacientes. Desde hace 25 años, a partir de ese conocimiento del Dios-Amor, he intentado mantener un papel de discusión sana y madura hacia ambas mentalidades: creyentes y no-creyentes. Ha sido un camino lleno de satisfacciones, pero que siempre faltan tramos por recorrer.
Debido a esos “tramos” no recorridos aún, de la discusión y propuesta de la imagen de ‘Dios es Amor’, es que me moví a la tarea de relocalizar en mi biblioteca un libro que compré y leí hará unos 10 años, titulado ‘Los Desafíos Del Católico’ de Vittorio Messori (Ed. Planeta, 1a. Reimpresión, México, 1998, ISBN 968-406-766-6). En él los temas tratados versan sobre el papel del creyente inmerso en un mundo que aparentemente no sigue la historia salvífica que Jesús vino a anunciar.
Y dentro de esos temas desarrollados viene precisamente el tema de lo «escandaloso» que es creer en un Dios que nos ama. Transcribo textualmente el artículo para que pueda ser leído, analizado y discutido sobre bases más firmes del conocimiento y de la fe.
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El «escándalo» de Yahvé
Hemos observado que el verano, al ponernos en contacto con gente nueva y favoreciendo simultáneamente el relax y la ocasión de afrontar temas relegados por la fatiga de las tareas cotidianas, nos lleva a menudo a discutir de «religión». Así nacen debates entre «incrédulos» y «creyentes» que con demasiada frecuencia revelan la dificultad de estos últimos para exponer su esperanza (1 Pe 3, 15). Sin embargo -corno también mencionábamos- un mínimo de catequesis podría ayudar a muchos católicos, dado que las dificultades y objeciones suelen ser las mismas y nacen con la misma frecuencia de la ignorancia acerca de lo que es realmente el cristianismo.
Hoy presentaré un par de ejemplos extraídos de experiencias recientes a partir del diálogo con ocasionales compañeros de mesa y de hotel.
La actual insistencia en llevar a cabo una lectura personal de la Biblia lleva casi siempre a escandalizarse con el Dios del Antiguo Testamento. No se llega a comprender qué tipo de Dios «bueno» puede ser ése, ni a reconocerlo como el Padre infinitamente amoroso presentado por Jesucristo.
Es un escándalo que viene de lejos, hasta el punto que no faltan en el sen0 de la Iglesia propuestas para dejar a Israel su Yahvé y aceptar solamente al del Nuevo Testamento. Pero, como se sabe, la Iglesia siempre se resistió a estas tentaciones de amputar a la Biblia de su primera parte. ¿Cuál es la causa de esta resistencia?
¿Cómo se puede justificar esta postura hoy día, ante interlocutores cuya fe parece detenerse, o vacilar, al descubrir una imagen de Dios más lejana que nunca de la sensibilidad moderna?
Siempre he creído que puede hallarse un inicio de respuesta en la anotación del Diario de Paul Claudel. El gran poeta y escritor católico escribió: «Continuamente se leen muchas tonterías y difamaciones acerca de la ferocidad de Yahvé, el Dios del Antiguo Testamento, al que se intenta enfrentar con el del Nuevo. Yo, por el contrario, lloro y siento ensancharse mi corazón al verlo tan lleno de dulzura y ternura. Son estos mismos ataques de cólera los que me mueven a simpatizar con este Padre tan cercano. Se advierte que no sabe qué hacer con esos hijos suyos tan díscolos, a veces tontos, camorristas, obstinados e ingratos. Se nota que le hacen perder la paciencia, pero nunca el amor. De esto se habla en el ménage de la Trinidad: “Aquí estamos obligados a hacer algo importante...” Dimitte filium meum, Israel (Éx 4, 23). ¡Qué bondad hacia su pueblo, resguardado así bajo sus alas!»
Dejando a Claudel lo que es del poeta (con ese «hallazgo» fascinante del ménage trinitario, en el que se decide la jugada final de mandar en misión al propio Hijo), creo que ésta puede ser una vía posible para encarrilar nuestra reflexión y la de esos hermanos que se encuentran en dificultades, delante del Antiguo Testamento. Éste debe enmarcarse dentro de toda una historia de implicación divina que, partiendo de la alianza con Abraham, como a su desenlace lógico e inevitable: la encarnación, el hacerse hombre entre los hombres del propio Dios.
Así pues, es preciso volver a llamar la atención sobre la radical «diferencia» del judeocristianismo respecto al deísmo de los filósofos y los masones, para quienes el Ente Supremo, el Gran Arquitecto del Universo, permanece impasible, infinitamente por encima de una historia con la que no quiere comprometerse (el Dios que, según expresión de Pascal, «ha dado un golpecito al mundo para ponerlo en movimiento y se ha retirado en su lontananza»).
Pero también hay una radical «diferencia» judeocristiana respecto a la otra religión monoteísta que, aun siendo de raíz semita, ve en Alá al «misericordioso», pero no hasta el punto de ensuciarse las manos con las vicisitudes humanas. Islam quiere decir sumisión y no es por casualidad que una palabra semejante dé nombre a toda una religión. Sumisión, que es la clave del Corán, es lo contrario de las palabras que en la Biblia indican la relación entre el Creador y su criatura: «alianza», «pacto», luego incluso «bodas», para llegar al inaudito de «encarnación». «Y el Verbo se hizo carne y vino a habitar entre nosotros» (Jn 1, 14).
Una vez comprendida esta dinámica, realmente única en el panorama religioso de la humanidad, el escándalo de la Biblia puede transformarse en todo lo contrario: un motivo para tomarse en serio el mensaje en el que con toda la razón Dios recibe el nombre de Padre, un nombre que falta en la serie de 99 atributos de Alá que el musulmán piadoso repite mientras desgrana su rosario. Un Dios que no sólo nos ha creado sino que se nos toma tan en serio que se adapta a nosotros: es la «condescendencia divina», de la que hablan los Padres, y que lleva a Aquél llamado el Eterno a compartir el protagonismo de la historia con sus criaturas. Enfadándose, arrepintiéndose, vociferando, alabando, premiando, castigando: en una palabra, amando. El «preludio» al Evangelio no podía ser el Corán sino el Antiguo Testamento, con su desenlace final en el Verbo, en la Segunda Persona de la Trinidad hecha persona con el nombre de Jesús el Nazareno.
Es preciso, pues, señalar (a nosotros mismos y a los demás) este movimiento general que se desarrolla a lo largo de etapas sucesivas, en el arco de los dos milenios precristianos, invitando al mismo tiempo a quien muestre su perplejidad a no detenerse ante episodios, expresiones y personajes marcados por diferentes géneros literarios, todos ellos condicionados por la mentalidad antigua.
No olvidemos que la ley fundamental para aquel que desee comprender la historia -y la Biblia también es historia, si bien sagrada para el creyente porque a través de ella nos llega la salvación- es que los acontecimientos del pasado no han de juzgarse de acuerdo con nuestra mentalidad sino con la contemporánea a los hechos relatados.
Lo que a nosotros nos escandaliza, habitualmente se juzgaba como bueno o indiferente por los antiguos. Y, al contrario, lo que nosotros juzgamos como bueno era motivo de horror para el piadoso israelita. Tomemos como ejemplo el caso del aborto que, a través de Moisés, Dios prohíbe sin contestación: «No habrá en tu pueblo mujer que aborte» (Éx 23,26). O el caso de la homosexualidad, hoy día casi motivo de orgullo, mientras que para el Antiguo Testamento era motivo de horror, hasta el punto de provocar de forma infalible y sin apelación la pena capital. No estaría mal, pues, reflexionar también acerca del hecho que el eventual escándalo no es en un solo sentido. En cierto modo, es el hombre del Antiguo Testamento quien tendría sus buenas razones para escandalizarse de nosotros.
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Este thread también puede ser discutido en el Foro de Paco y en La Polaca.
Un saludo a todos.
Palabras y Temas Tratados
domingo, 26 de abril de 2009
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